"Del adulterio: fractura del pacto y eclipse del amor verdadero"




Diálogo en la biblioteca universitaria entre Máximo y Diego


La biblioteca está envuelta en un silencio solemne. La luz de la tarde se cuela entre vitrales altos, iluminando los anaqueles llenos de libros antiguos. Máximo hojea lentamente una edición latina de Santo Tomás, mientras Diego toma apuntes en su cuaderno de tapas negras. El murmullo de una página al pasar es el único sonido.


Diego:

(Mirando un pasaje de San Agustín)

“Máximo… ¿Qué es, en su raíz más profunda, el adulterio? ¿Es solo una traición corporal? ¿O hay algo más radical que se quiebra?”


Máximo:

(Elevando la mirada, con voz serena)

Es más que un acto físico, Diego. Es la ruptura de un pacto ontológico. El adulterio no destruye sólo la confianza entre dos personas: desgarra la imagen sacramental del amor que Dios mismo selló entre ellos. Como dice el Evangelio: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mt 19,6).

En él, se hiere el orden del amor, que es siempre fiel, total, exclusivo y fecundo.


Diego:

(Susurrando)

¿Pero por qué el mundo moderno parece justificarlo o, peor aún, celebrarlo?


Máximo:

Porque se ha perdido el sentido del bien objetivo y se absolutiza el deseo subjetivo. Como decía Pascal: “El corazón tiene razones que la razón no entiende”, pero el mundo moderno ha hecho de esa frase un dogma sin crítica.

En lugar de discernir los deseos, los endiosa. En lugar de formar el corazón, lo sigue ciegamente.


Diego:

Pero ¿no hay en el adulterio también una dimensión psicológica? ¿Una huida? ¿Una inmadurez afectiva?


Máximo:

Sí, sin duda. El adulterio suele ser la máscara de un deseo más profundo: el deseo de ser visto, admirado, deseado. Pero ese deseo, cuando no ha sido redimido por la madurez del amor, se convierte en narcisismo.

El adultero busca llenar un vacío que no se colma con cuerpos, sino con comunión. Como enseñaba Erich Fromm, amar no es un sentimiento fácil. Es una decisión, un compromiso, un ejercicio de voluntad madura.


Diego:

Recuerdo lo que decía Santo Tomás sobre la fidelidad: que es una forma de justicia.


Máximo:

Exacto. Fides no es sólo creer en el otro, sino ser digno de fe. En ese sentido, la fidelidad es justicia conyugal. Y su transgresión, una forma de injusticia grave.

Santo Tomás, en la Suma Teológica, II-II, q.154, asocia la lujuria y sus derivaciones con una corrupción del orden racional del amor. El adulterio, siendo una de las más graves, implica una doble traición: a la persona amada y a la verdad del amor.


Diego:

¿Y qué dice la Iglesia sobre la posibilidad de perdón?


Máximo:

Todo pecado puede ser perdonado, si hay contrición y propósito de enmienda. Como enseñó San Juan Pablo II en Familiaris Consortio, la fidelidad no es una carga sino un don que se renueva cada día, incluso tras la caída.

Pero el perdón no anula las heridas: las transfigura. El arrepentimiento no borra el pasado, pero lo redime cuando se vive en la verdad.


Diego:

Entonces… ¿qué se puede decir a quien ha sido víctima del adulterio?


Máximo:

Que su dolor no es estéril. Que su fidelidad herida puede ser fecunda si se une a la cruz. Que su amor traicionado no deja de ser verdadero. Y que su dignidad no depende del pecado del otro.

Cristo fue traicionado, y sin embargo siguió amando. La cruz revela que la fidelidad es más fuerte que la traición.


(Un silencio largo, respetuoso. Ambos bajan la mirada hacia sus libros. La luz cae lentamente sobre la mesa de madera. El crujir leve de una hoja cayendo al piso marca el fin del diálogo.)


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