De superbia: el desorden del amor propio
“Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes.”
— Santiago 4,6
Ambientado en el parque de la Universidad, caminando entre árboles centenarios. El sol de la tarde cae suavemente sobre los senderos. Máximo, de andar pausado, lleva las manos a la espalda; Diego lo acompaña, atento, en silencio reverente.
Diego:
—Hoy me sorprendió un alumno, Máximo. Se burló de otro por una respuesta errada. Se notaba orgulloso. Y algo en mí se removió… porque vi mi propio reflejo hace algunos años.
¿La soberbia siempre se disfraza de lucidez?
Máximo:
—Muchas veces, Diego. Y lo hace con el ropaje más engañoso: el de la inteligencia. La soberbia no necesita gritar. Puede habitar silenciosamente en la seguridad de nuestras ideas, en la falsa certeza de estar por encima del error ajeno.
Diego:
—¿Y cómo distinguirla, entonces, de la justa conciencia del valor propio? ¿No es también virtud saberse capaz?
Máximo:
—Buena pregunta. La clave está en el centro del alma. Santo Tomás decía que “la soberbia consiste en que el hombre no se somete a la regla divina” (Summa Theologiae, II-II, q.162, a.1). Es decir, el problema no es el conocimiento o la fuerza, sino el desorden del amor propio, que desplaza a Dios del trono interior.
Diego:
—Entonces no basta con ser humilde en gestos. Se puede inclinar la cabeza con los labios y ensoberbecerse en lo más íntimo.
Eso me asusta. Porque he sentido eso en mí… una necesidad constante de aprobación.
Máximo:
—Eso se llama vanagloria, la hermana menor de la soberbia. San Bernardo advertía: “El orgulloso quiere parecer lo que no es, o se gloría de lo que no tiene”. Y muchas veces, nos hacemos esclavos de los ojos de los demás.
Diego:
—Entonces, ¿la libertad interior pasa por vencer la necesidad de ser admirado?
Máximo:
—Exactamente. “La verdad os hará libres” (Jn 8,32), y esa verdad incluye reconocer que todo lo bueno en nosotros es don primero. La filosofía nos ayuda a comprender, pero solo la gracia purifica el corazón.
Diego:
—¿Y tú, Máximo… la has vencido?
Máximo:
—No del todo. Pero he aprendido a desenmascararla. Cuando una idea mía es el centro del aula, cuando una mirada me halaga más de lo debido, cuando el silencio del otro me enoja… sé que la serpiente se ha deslizado otra vez.
Pero también he aprendido a ofrecerlo.
Diego:
—¿A ofrecer la soberbia?
Máximo:
—Sí. En la oración. “Señor, te entrego este deseo torcido. Haz de él humildad.”
No es magia. Pero duele. Y el dolor es la fragua donde se templa el alma.
Bibliografía sugerida:
Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q.162 (De superbia)
San Bernardo de Claraval, De gradibus humilitatis et superbiae
San Agustín, La ciudad de Dios, libro XIV
Josef Pieper, Las virtudes fundamentales
Romano Guardini, Las etapas de la vida interior
Santa Teresa de Ávila, Camino de perfección, cap. 15



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