De ira: fuego sin altar
[Escenario: Biblioteca antigua de la Universidad. Afuera, el viento mueve suavemente los árboles. Dentro, entre anaqueles de madera y aroma a pergamino, Máximo y Diego hojean textos de Santo Tomás. Una lámpara cálida ilumina el diálogo.]
Diego (en voz baja):
Maestro… ¿por qué la ira se aferra con tanta fuerza al alma humana? No sólo arde, sino que parece justiciera, como si reclamara un derecho mancillado.
Máximo:
Porque muchas veces se disfraza de justicia. La ira nace como una pasión reactiva frente al mal —real o supuesto—, pero si no es gobernada por la razón, se convierte en un fuego destructor. Santo Tomás enseña que ira est appetitus vindictae —la ira es el apetito de venganza (Suma Teológica II-II, q.158, a.1).
Diego:
¿Entonces no es siempre vicio?
Máximo:
No en su raíz. Cristo mismo se indignó ante el endurecimiento del corazón (Mc 3,5) y echó a los mercaderes del templo (Jn 2,15). Pero su ira era sin pecado, porque nacía del celo por el bien y estaba gobernada por la caridad. La ira se vuelve vicio cuando se convierte en desorden interior, en resentimiento que hiere y consume.
Diego (pensativo):
Entonces… ¿cómo se distingue la ira justa del rencor disfrazado?
Máximo:
Por el fruto. La ira justa busca restaurar el orden con moderación y dominio; la otra deja ruina a su paso, incluso si habla con palabras religiosas. San Agustín decía: El que se enoja contra el hermano, y no por amor, es homicida del corazón (Sermón 306).
Diego:
Pero, ¿y si uno ha sido herido profundamente? ¿Si lo injusto permanece impune?
Máximo (cerrando suavemente un libro):
Ah, ahí está la prueba más dura. “No se ponga el sol sobre vuestro enojo” (Ef 4,26), dice San Pablo. El alma que retiene ira en la noche del corazón se envenena lentamente. El perdón no borra la memoria de la herida, pero impide que ella nos domine.
Diego (bajando la mirada):
A veces siento que mi ira me da fuerza… que sin ella me derrumbaría.
Máximo:
Es natural. Pero hay una fuerza mayor que la ira: la mansedumbre. No es pasividad, sino potencia contenida. El filósofo estoico Epicteto decía que el hombre sabio es el que no permite que las pasiones lo arrastren. Y Cristo, más que sabio, fue manso y humilde de corazón.
Diego (mirando el rostro de Máximo):
¿Y usted ha vencido la ira?
Máximo (tras un silencio):
No del todo. Pero cada vez que he perdonado, he sido libre. Y cada vez que he odiado, he sido esclavo.
Diego:
Entonces… ¿la mansedumbre es libertad?
Máximo (asintiendo):
La verdadera. Porque en ella el alma se somete a la razón iluminada por la caridad. Y sólo quien ama, gobierna verdaderamente su corazón.
Bibliografía y referencias:
Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, cuestiones 157-158 (sobre la mansedumbre y la ira).
San Agustín, Sermones (especialmente el 306 y el 349).
Epicteto, Discursos, Libro I, cap. 18: “Cómo hay que soportar a los que nos ofenden”.
San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de Mateo, XXV.
Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1765–1767; 2302–2303 (sobre la ira como pasión y pecado).
Josef Pieper, Las virtudes fundamentales, capítulo sobre la fortaleza y la templanza.



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