Oda a la felicidad 1

 



No gritas.

No haces ruido.

Apenas te intuyo

en el borde tenue del día,

en la fragilidad que no se impone

pero sostiene.


Te busqué alguna vez

en los grandes gestos,

en las promesas de plenitud inmediata.

Pero vienes, casi siempre,

cuando no te llamo.

Cuando el corazón,

ya sin estrategia,

simplemente está.


Hoy la Pascua me encuentra

no en la euforia

sino en la profundidad

de lo pequeño.


En el mate compartido.

En la risa inesperada.

En la voz de mis tres pequeños hijos,

que aún no saben lo que es el tiempo,

pero ya saben lo que es el amor.


También en la presencia de mis estudiantes,

que me enseñan mientras les enseño,

y en los amigos que la vida me regaló

más allá de los lazos de sangre.

En esos familiares del alma

que eligen quedarse cerca

cuando lo demás se desordena.


Sí, el mundo sigue siendo injusto,

duelen las ausencias,

la violencia,

la mentira estructural.

Y aun así,

en medio del caos,

una flor minúscula crece

como si nada.


Eso eres tú,

felicidad verdadera:

una flor que crece

en el asfalto de la existencia.


No eres evasión,

no eres consuelo barato.

Eres certeza suave,

como el murmullo en el que Dios

se hizo presente a Elías.


Por eso, gracias.

Por venir

sin imponerte.

Por recordarme

que hay belleza en lo frágil,

que aún es posible esperar,

y que la Pascua no es un grito,

sino una llama encendida

en lo más hondo del alma.

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