“La necedad como signo de los tiempos: diagnóstico desde la sabiduría perenne”

 



1. El rostro moderno de la necedad

Vivimos en tiempos donde la necedad se ha vuelto virtud, y la sabiduría, sospechosa. El ruido reemplaza al silencio, la opinión a la verdad, la novedad a la permanencia. En este panorama, el necio no es ya el ignorante, sino aquel que, sabiendo, prefiere no entender. Es una necedad voluntaria, casi litúrgica, que se celebra en los altares del relativismo y se difunde por los templos digitales.

La Escritura lo dice con crudeza:

“El necio dice en su corazón: No hay Dios” (Salmo 14:1).

Pero hoy el necio no niega a Dios frontalmente. Simplemente vive como si no existiera. Y eso —esa indiferencia— es aún más grave que el rechazo abierto, porque anestesia el alma.

2. La sabiduría desplazada por la astucia

La tradición católica y la filosofía perenne nos enseñan que la verdadera sabiduría comienza con el temor de Dios:

“El principio de toda sabiduría es el temor del Señor” (Proverbios 9:10).

Este “temor” no es miedo servil, sino reverencia, conciencia de la propia pequeñez ante el misterio del Ser. Es la actitud del sabio, que reconoce su lugar en el orden del cosmos y no pretende jugar a ser Dios.

San Agustín advertía:

“La inteligencia sin Dios se convierte en astucia diabólica.”

El mundo moderno ha refinado esta astucia: algoritmos sin alma, discursos sin verdad, políticas sin justicia, arte sin belleza. El resultado es un hombre fragmentado, que corre sin rumbo porque ha olvidado el sentido.

3. Opiniones sin raíces, identidades sin esencia

Una de las formas más evidentes de la necedad actual es la exaltación de la opinión como valor supremo. Ya no interesa si algo es verdadero, sino si “me representa”. Se confunde identidad con capricho, libertad con impulso, autenticidad con exhibicionismo.

Romano Guardini, lúcido como siempre, escribió:

“El hombre moderno no es impío, es superficial.”

Y esa superficialidad es quizá el pecado más silencioso de nuestra época: una vida sin hondura, sin preguntas últimas, sin dirección. El alma se vuelve plana, y el corazón, tibio.

4. Un llamado: volver a la fuente

Pero no todo está perdido. Como enseñó Platón, “la verdad no pierde su fuerza aunque nadie la siga”. La sabiduría perenne —desde los Padres del Desierto hasta Tomás de Aquino, desde Dionisio Areopagita hasta Pascal— sigue ahí, silenciosa pero viva, esperando a quienes quieran beber de sus aguas claras.

La Iglesia, madre y maestra, guarda ese depósito. Y desde ahí, lanza un grito:

“Despierta tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará”(Efesios 5:14).

Es hora de sacudirnos la somnolencia del confort, la pereza del pensamiento flojo, la cobardía del alma distraída.

Conclusión: una elección radical

Frente a la necedad del siglo, no basta resistir: hay que testimoniar. Con humildad, con inteligencia, con belleza. Ser luz en medio del ruido, y señal de contradicción.

Como escribió León Bloy:

“No hay más que una tristeza: la de no ser santos.”



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