El reflejo
El ojo del ser ancestral se abrió del todo, y el agua a su alrededor se volvió como un espejo. El niño se vio reflejado... pero no como era ahora.
Era él, sí, pero más grande. Su mirada estaba endurecida. En sus manos, la piedra brillaba con una luz más intensa, pero su rostro no tenía asombro, ni miedo, ni ternura. Solo una quietud distante.
El reflejo habló.
—Yo soy lo que serás si solo recordás. Si vivís atado al pasado, si te convertís en guardián de algo que ya no vuelve.
—¿Y si no te escucho? —preguntó el niño.
—Entonces quizás te olvides de tu padre. Y no seas más que vos.
—¿Y eso está mal?
El reflejo no respondió. Dio un paso hacia adelante, y del agua surgió una figura hecha de humo y escamas, que se alzó como un dragón de río. Tenía la voz de su padre, pero no su rostro. Tenía su sombra... pero no su luz.
La piedra del niño latía con fuerza, como un corazón de lava en su mano.
—¿Qué debo hacer? —preguntó.
La voz de la piedra le respondió una última vez:
“No lo enfrentes. Escuchalo.”
El niño respiró hondo.
El dragón rugió, pero no se movió. Era furia estancada, recuerdo no dicho. El niño dio un paso hacia él. Luego otro.
—Te vi caer al río —dijo en voz baja—. Pero nunca supe si fue un accidente... o si elegiste dejarte ir.
El dragón dejó de rugir.
—Tenía miedo de olvidarte —continuó—. Pero ahora sé que no te perdiste. Te volviste parte de esto.
La figura de escamas se agrietó.
—Y si te llevo conmigo... no es para retenerte. Es para recordarte sin dolor.
Entonces el reflejo desapareció. El dragón se disolvió como niebla en el agua. Y el niño, solo, sintió que algo nuevo nacía en su pecho: no una respuesta, sino un espacio.
Un lugar donde antes había un hueco.
Una raíz.
Y cuando abrió los ojos, el Islero lo esperaba en la orilla.
Con una sonrisa leve.
Y el amanecer detrás.



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