El matrimonio y el cuarto mandamiento: una cuestión de jerarquía en el amor
Este artículo aborda el conflicto que puede surgir entre el deber de honrar a los padres y la fidelidad al vínculo matrimonial. A la luz de la Sagrada Escritura, el Catecismo de la Iglesia Católica y la doctrina tomista sobre el orden de la caridad, se plantea que la alianza conyugal, en cuanto sacramento, tiene prioridad sobre los lazos familiares de origen. En contextos donde padres o familiares interfieren en la intimidad y autonomía de la pareja, es necesario recordar que honrar no equivale a someterse, y que el matrimonio exige una nueva configuración afectiva y espiritual.
El conflicto silencioso: cuando los padres interfieren en el matrimonio
La vida conyugal no transcurre en el vacío. La familia de origen, con todo el peso de su historia, expectativas y vínculos afectivos, sigue presente en la vida de los esposos. En muchos casos, esto es una bendición. Pero no son pocas las situaciones donde padres o suegros imponen su juicio, su presencia o sus demandas de forma indebida, generando conflictos dentro del matrimonio. La pregunta que surge entonces es pastoral y teológica a la vez: ¿hasta dónde llega el deber de honrar a los padres cuando se ha constituido una nueva familia? ¿Puede ese deber justificar decisiones que lesionan la unidad matrimonial?
“Dejará el hombre a su padre y a su madre”
Desde los primeros capítulos del Génesis, la Sagrada Escritura establece que el matrimonio conlleva una reconfiguración radical del orden de los afectos: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne” (Gn 2,24). Este versículo, citado por Jesús en el Evangelio (Mc 10,7-9), no alude a una ruptura, sino a una transición: el paso de una relación filial a una comunión conyugal que tiene una exigencia propia. San Pablo, en la carta a los Efesios, interpreta esta unión como signo del misterio de Cristo y la Iglesia (Ef 5,31-32), dotando al matrimonio de una dimensión mística y eclesial.
Este “dejar” no es sólo geográfico o material, sino afectivo y espiritual. Implica reconocer que la relación conyugal inaugura una nueva prioridad en el orden del amor cristiano.
El Catecismo y la vocación matrimonial
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que el matrimonio “es una alianza por la que un hombre y una mujer constituyen entre sí una íntima comunidad de vida y de amor” (CIC, 1601), y que esta comunidad, fundada en el consentimiento libre y consciente de los esposos, está ordenada al bien de los cónyuges y a la procreación y educación de los hijos (CIC, 1601-1604).
Al mismo tiempo, el cuarto mandamiento —“honrarás a tu padre y a tu madre”— sigue vigente y constituye un principio fundamental de la moral cristiana. Sin embargo, el mismo Catecismo señala que este mandamiento “se refiere expresamente a los hijos en sus relaciones con sus padres” (CIC, 2199), lo cual no implica obediencia ciega ni sumisión en todo tiempo y circunstancia.
La Tradición de la Iglesia ha insistido en que los mandamientos no se oponen entre sí, pero deben ordenarse. El matrimonio, al ser un sacramento, introduce a los esposos en una vocación específica que reclama una primacía propia en la estructura del amor cristiano.
Santo Tomás y el orden de la caridad
Santo Tomás de Aquino ofrece una clave teológica esencial para resolver este conflicto. En la Suma Teológica, al tratar sobre el amor al prójimo, establece que se debe amar más a aquellos con quienes existe una unión más estrecha y más santa (S.Th. II-II, q. 26, a. 7). Y en un pasaje especialmente significativo, señala que, después de Dios, el primer lugar en el amor lo ocupa el cónyuge, precisamente porque la unión conyugal es la más perfecta entre las relaciones humanas (S.Th. II-II, q. 26, a. 9, ad 2).
Este principio permite establecer que, aunque el vínculo filial con los padres es santo, la alianza conyugal —en cuanto sacramento y reflejo de la unión de Cristo con la Iglesia— tiene prioridad cuando hay conflicto de deberes.
Magisterio reciente y desafíos contemporáneos
En la exhortación Familiaris Consortio, San Juan Pablo II recuerda que el matrimonio crea una “nueva comunidad humana” y que los esposos, por el sacramento, se convierten en “signo y testimonio del amor de Cristo” (n. 21). En este sentido, subraya que “la familia nace del consentimiento de los esposos” y no puede estar sujeta a presiones externas que contradigan su libertad y su unidad.
Una pastoral del límite y de la unidad
El desafío pastoral consiste en ayudar a los esposos a discernir con sabiduría cómo honrar a sus padres sin sacrificar la intimidad, la unidad y la autonomía del propio matrimonio. Esto implica aprender a poner límites sin resentimiento, a decir “no” con respeto, y a custodiar la comunión conyugal como un bien sagrado.
La formación prematrimonial debe incluir con claridad estos temas. Muchos conflictos con las familias de origen podrían prevenirse si los esposos, desde el inicio, tienen claro que su vocación conyugal los llama a una entrega total y recíproca, donde ni siquiera los lazos más venerables pueden interferir de modo destructivo.
Conclusión
Honrar a padre y madre es un mandamiento divino, pero no absoluto. En el orden de la caridad cristiana, el amor conyugal, especialmente cuando ha sido sellado sacramentalmente, ocupa un lugar prioritario. No se trata de contraponer afectos, sino de ordenarlos. Y ese orden exige que el matrimonio sea defendido incluso frente a las interferencias más íntimas. Así lo exige el Evangelio cuando dice: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mc 10,9). Honrar a los padres, sí; pero sin que ello implique deshonrar el sacramento.
Apéndice pastoral
¿Peca un cónyuge que abandona al otro por injerencia de sus padres?
En el discernimiento moral de los actos humanos, la intención, el objeto y las circunstancias deben ser tenidos en cuenta para valorar si hay pecado (cf. CIC, 1750-1754). Cuando uno de los cónyuges, sin causa grave ni justificación legítima, abandona al otro por presión o influencia de sus padres, comete un acto moralmente desordenado.
Este abandono, cuando se realiza sin motivos como violencia, infidelidad, o situaciones que objetivamente impidan la vida en común, rompe la promesa de fidelidad y comunión, y contradice el vínculo sacramental que une a los esposos “hasta que la muerte los separe”.
El Catecismo recuerda que:
> “El amor conyugal exige de los esposos una inviolable fidelidad. Esto es consecuencia del don de sí mismo que se hacen los esposos mutuamente” (CIC, 1646).
Y también afirma:
> “Lo que Dios unió, no lo separe el hombre” (Mc 10,9).
La interferencia de los padres puede comprenderse desde el afecto, pero no es justificante moral para destruir una unión conyugal. En este caso, el mandamiento de honrar al padre y a la madre no puede entenderse como obediencia absoluta, especialmente cuando entra en conflicto con una vocación superior.
Santo Tomás de Aquino establece un principio esencial: se ama más a quien está más unido a uno por el orden de la caridad (S.Th. II-II, q. 26, a. 9). Y en el matrimonio, los esposos forman una sola carne (Gn 2,24), una unidad más profunda que la relación filial. Por tanto, elegir obedecer a los padres deshonrando la propia alianza matrimonial es una inversión desordenada del amor cristiano.
Este acto es pecado no solo contra el sacramento del matrimonio, sino también contra el orden del amor querido por Dios. Salvo que existan circunstancias atenuantes (presiones psicológicas graves, ignorancia, miedo extremo), existe responsabilidad moral personal, y por tanto se requiere arrepentimiento y conversión, especialmente si se desea acceder nuevamente a los sacramentos.



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