El eco del mito verdadero: por qué estudio a J.R.R. Tolkien
Mi interés por la obra de J.R.R. Tolkien nace de una experiencia profundamente estética y espiritual: la lectura de El Señor de los Anillos. Desde la primera página, su mundo me envolvió con una fuerza que no sólo conmovía, sino que también interrogaba. ¿Qué tipo de mente y corazón son necesarios para concebir un universo tan vasto, tan coherente y tan cargado de sentido? ¿Quién es este hombre capaz de entrelazar mito, lenguaje, teología y filosofía con una naturalidad que roza lo milagroso?
Estas preguntas marcaron el inicio de un viaje intelectual que me llevó, inevitablemente, al estudio académico de su obra. Hoy, mientras desarrollo mi tesis doctoral, no me limito a explorar su narrativa como una ficción bien construida. La abordo como una ontología velada, una metafísica encarnada en el relato. Tolkien no inventa simplemente historias: revela estructuras del ser, intuiciones sobre el bien y el mal, y una esperanza radical que se articula en lo que él mismo llamó “eucatástrofe”: ese giro inesperado y redentor que irrumpe cuando todo parece perdido.
En su ensayo Sobre los cuentos de hadas, Tolkien escribe:
"El Evangelio no descarta las leyendas, sino que las consuma; y esta historia tiene una alegría que convierte todas las demás alegrías en sombras."
Esta afirmación condensa una intuición teológica y literaria que considero central: que los mitos no son meras fantasías escapistas, sino formas simbólicas de acceder a la verdad. Y si bien la Encarnación de Cristo es, para Tolkien, el mito verdadero —el que ocurrió en el tiempo histórico—, sus relatos ficticios funcionan como anticipaciones, reflejos o ecos de esa verdad fundante.
Estudiar a Tolkien, entonces, es para mí una forma de filosofar narrativamente, de indagar en la estructura profunda del ser desde una literatura que no renuncia ni a la belleza ni al misterio. También es un acto de gratitud. Porque, más allá de los marcos académicos, hay algo profundamente humano y espiritual en lo que Tolkien nos dejó: una invitación a creer que el bien es más profundo que el mal, que la esperanza es más tenaz que el miedo, y que incluso las sombras más oscuras no pueden apagar del todo la luz.
Gracias, Señor Jesucristo, por la existencia de J.R.R. Tolkien. Su imaginación fue —y sigue siendo— un puente hacia lo eterno.



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