Cuando la nulidad no es posible: fidelidad, cruz y gracia
En el centro de la fe católica, el matrimonio no es solo un contrato ni una unión afectiva: es un sacramento, un signo visible del amor indisoluble entre Cristo y su Iglesia. Esa indisolubilidad no es una carga legal, sino una realidad espiritual que permanece más allá del fracaso humano. “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mt 19,6): estas palabras de Jesús no son una amenaza, sino una promesa.
Pero cuando ese matrimonio se rompe en la práctica —por abandono, por heridas irreparables, por decisiones unilaterales— y la nulidad no puede ser declarada, la persona queda en una situación dolorosa. Separada civilmente, pero unida sacramentalmente. Y en muchos casos, llamada a vivir en soledad y continencia. ¿Es esto una condena? ¿Una injusticia? ¿Un peso insoportable?
La Iglesia no lo niega: es una cruz. Pero no cualquier cruz, sino una cruz que puede ser redentora. El Catecismo lo dice con una lucidez serena:
“Puede suceder que uno de los esposos sea víctima de la injusticia del otro. En tal caso, quien permanece fiel al sacramento del matrimonio y vive solo, según la ley moral, con la ayuda de la gracia divina, da un testimonio admirable de fidelidad y de amor cristiano” (CIC 1649).
Es el testimonio silencioso de quien permanece, de quien ama más allá del abandono, de quien elige no rehacer su vida afectiva porque ya entregó su palabra y su cuerpo ante Dios. No se trata de resignación pasiva, sino de fidelidad activa. Es un celibato impuesto por las circunstancias, pero asumido como camino de ofrenda.
San Juan Crisóstomo lo expresó con fuerza:
“No hay nada más grande que aquel que, sufriendo injustamente, lo soporta con paciencia. Ese tal se asemeja a Cristo” (Homilía sobre Mateo, 18, 4).
Santo Tomás de Aquino recuerda que el matrimonio, al ser signo de la unión entre Cristo y la Iglesia, no puede disolverse porque aquello que representa es eterno:
“El sacramento del matrimonio significa la unión de Cristo con la Iglesia, la cual es indisoluble: por eso tampoco puede disolverse el matrimonio” (Summa Theologiae, Supl., q. 44, a. 2, ad 3).
Esto no es idealismo abstracto. Es carne viva. Es el día a día de quien se despierta solo, de quien lleva su anillo interior en silencio, de quien educa a los hijos sin el otro, de quien reza con lágrimas. Pero también es semilla de eternidad. Cada acto de fidelidad en la oscuridad es una luz que arde en el altar del mundo.
Y esa cruz no puede ser simplemente soportada. Cristo no fue empujado a la cruz; Él la abrazó por amor. “Nadie me quita la vida, yo la doy voluntariamente” (Jn 10,18). Esa es la clave: abrazar la cruz, no como derrota, sino como lugar de fecundidad. Porque solo el amor redime.
San Agustín lo sintetizó de forma insuperable:
“Ama y haz lo que quieras. Si callas, callarás con amor; si corriges, corregirás con amor; si perdonas, perdonarás con amor” (In Ep. Io. tract., 7, 8).
Cuando la nulidad no es posible, queda el amor. No el amor sentimental, sino el amor crucificado. Ese que sostiene en pie, ese que ofrece sin recibir, ese que permanece porque fue sellado por Dios. Y ese amor no es inútil: es fecundo, es semilla, es luz en medio de la noche.
La fidelidad, cuando se convierte en cruz, también se convierte en gracia.



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