Inicio del viaje

 


Esa noche, el niño durmió junto al fuego del Islero, bajo un cielo sin luna. El murmullo del río era distinto: no era agua lo que hablaba, sino algo más hondo, como si la corriente llevara voces que solo los sueños pueden entender.


Al amanecer, el Islero lo despertó sin palabras. En sus manos traía dos vasijas pequeñas de barro. Una contenía agua del río, la otra, ceniza.


—Hoy cruzamos el Lírien —dijo.


—¿Cruzarlo? ¿No se puede simplemente caminar hasta el otro lado?


El Islero negó con la cabeza.


—No si querés aprender a leerlo.


Vertió la ceniza en el agua. La mezcla burbujeó con un sonido seco, casi como un suspiro. Luego mojó los dedos y trazó un símbolo en la frente del niño.


—Esto no es un paso. Es una ofrenda.


—¿A quién?


—A aquello que duerme en la corriente. Lo llaman La Raíz del Olvido. No es un dios. No es un monstruo. Es la parte de cada uno que no quiere recordar.


El niño tragó saliva, pero no retrocedió. Sujetó la piedra de su padre y asintió.


El Islero sonrió apenas, como si ya supiera la respuesta.


Caminaron hasta un punto donde el río formaba un remanso oscuro. Allí, el agua no corría: esperaba. El Islero alzó su bastón de madera trenzada y tocó la superficie. Una serie de círculos concéntricos se extendió como una puerta abriéndose en la corriente.


—Entramos cuando el río nos deja. Y salimos solo si aceptamos su verdad.


—¿Y si no?


—Entonces uno se queda —dijo el Islero, y sin más, se adentró en el agua.


El niño lo siguió. El frío era tan profundo que parecía silenciar los pensamientos. La piedra brillaba débilmente en su mano, guiándolo. Al llegar al centro, el agua subió hasta el cuello y luego... todo cambió.


No había más superficie. No había más arriba ni abajo.


Solo una vasta quietud líquida.


Y en esa quietud, comenzaron a aparecer imágenes: fragmentos, memorias que no eran suyas. El niño vio un campo bajo tormenta, una mujer que cantaba a la orilla del río, un hombre cayendo al agua con la piedra en la mano.


Su corazón latía con fuerza.


—Islero... —susurró.


Pero el Islero no estaba.


Estaba solo.


Y la piedra, por primera vez, habló.


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