El río y la Memoria


El niño se detuvo a unos pasos del Islero. No parecía asustado, más bien curioso. Tenía la mirada limpia, como quien todavía no ha aprendido a temer del todo.


—¿Eres tú el Islero? —preguntó.


El hombre asintió sin hablar. Sus ojos, grises como la ceniza mojada, brillaban con una paciencia vieja. No parecía sorprendido por la presencia del niño, como si la hubiese estado esperando desde siempre.


—Mi abuelo decía que vivías en la orilla donde se acaban los mapas —continuó el niño—. Pero yo seguí el río y aquí estás. No hay monstruos. No hay niebla. Solo tú.


El Islero sonrió, apenas.


—Los monstruos vienen después —dijo con voz grave, como si las palabras arrastraran agua y tiempo.


El niño frunció el ceño.


—¿Después de qué?


—Después de la pregunta correcta.


—¿Y cuál es esa?


El Islero se inclinó un poco, acercándose sin moverse.


—Eso depende de qué has venido a buscar.


El niño bajó la vista. En sus manos llevaba una piedra envuelta en un trapo azul. La sostuvo frente al Islero con cuidado, como si fuera algo vivo.


—Esto era de mi padre. Cayó al río cuando lo buscaron los hombres del norte. Yo la encontré hoy, en la corriente.


El Islero extendió una mano. La piedra se estremeció, como si reconociera su destino. No la tomó, pero la miró largo rato.


—Entonces no has venido solo por respuestas —murmuró—. Has venido por memoria.


El niño asintió. El silencio cayó de nuevo, pero esta vez no era frío. Era denso, como cuando algo antiguo está a punto de hablar.


—Ven —dijo el Islero al fin—. Si de verdad quieres saber, primero debes escuchar el nombre del río.


—¿El nombre? —repitió el niño.


—Sí. Porque los ríos no se cruzan sin saber cómo llaman a sus aguas.


Y con eso, el Islero se volvió hacia la corriente, como si el agua estuviera a punto de decir algo que solo se revela una vez. 


El Islero se arrodilló junto a la corriente. Tocó el agua con dos dedos y luego se llevó unas gotas al centro de la frente. El niño lo imitó en silencio, sin saber del todo por qué, pero sintiendo que debía hacerlo.


—El río se llama Lírien —dijo el Islero—. Es un nombre que significa “la voz que olvida”.


—¿Olvida qué? —preguntó el niño, sentándose a su lado.


—Olvida todo lo que no es verdad.


El niño se quedó pensativo. Miró el agua correr, sin pausa, como si cada gota supiera adónde ir.


—Entonces... ¿por eso devolvió la piedra de mi padre?


—Sí. Porque lo que es verdadero, incluso si se hunde, no desaparece. Solo espera el momento de volver.


El niño abrió el trapo y miró la piedra. Ahora que estaba cerca del Islero, la piedra parecía más cálida, y algo en su superficie brillaba con líneas que no había notado antes.


—¿Qué son estos dibujos?


—Son el mapa de su memoria —respondió el Islero—. Cada piedra del río lleva una historia. Pero pocas pueden leerse si uno no ha perdido algo.


—Yo perdí a mi padre —dijo el niño, bajito.


El Islero no respondió enseguida. Puso la mano sobre el hombro del niño.


—Entonces ya podés entender.


—¿Entender qué?


—Que el río no solo guarda las cosas que se han ido. También guarda lo que uno está por encontrar. Pero para eso, primero tenés que hacerle una promesa.


—¿Una promesa?


—Sí. Prometer que no vas a buscar a los muertos para traerlos de vuelta... sino para no olvidarlos cuando estés vivo.


El niño apretó la piedra con fuerza, como si le latiera en la palma. Luego asintió.


—Lo prometo.


El río pareció callar de pronto. El viento cambió de dirección.


El Islero se puso de pie. Sus ojos estaban más claros ahora, como si la promesa del niño hubiese lavado algo viejo en su mirada.


—Entonces podés quedarte esta noche. Mañana, si querés, te enseño a leer el río.


—¿Y después?


—Después veremos si sos vos quien ha venido a buscarme... o si soy yo quien ha venido a buscarte.


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